Mi ventana muestra un cielo a topos luminiscentes. La
noche esconde a la montaña, el Montseny parece dormir, pero está despierto y
alerta de lo que sucede. La ventana se ríe con este juego de apariencias.
La semana pasada fui a visitar a mi médico radiólogo,
mi primera revisión. Un año pasa pronto, aunque metida en las 33 sesiones de
radioterapia, es otra cosa. Lo cierto que me vestí para la ocasión, unos
taconazos de 18 centímetros de plataforma rojos fueron la perlita de la tarde.
Siempre tengo la necesidad de ir al médico como si se tratara de pisar una
alfombra roja.
Son sensaciones extrañas, por un lado confiaba en que
todo iba ir bien y por otro lado me decía que ubicara a mi mente en el no
esperar ni bueno ni malo, un espacio vacío, el único espacio en donde poder
aceptar sin más.
Mientras conducía hacia el hospital sentí por primera
vez que pasara lo que pasara ya no me importaba. La razón es que el cáncer y yo
ya nos hemos mirado a la cara, sabemos lo que
somos, así que el cáncer pasó de la zona desconocida propicia a los miedos, a
la zona de conocidos en la que los miedos son relativos.
La exploración fue dura, porque el dolor persiste y
aunque cohabitamos bien el dolor y yo, tanto toqueteo lo intensificó, suerte de
analgésico que tomé antes de salir. Me dio el alta en lo que respecta al
tratamiento de radiología. El médico hizo referencia a una bolsa de líquido
rojo que me pusieron durante la quimioterapia, reacciona al tratamiento
de radioterapia cambiando la pigmentación de la piel, a estas alturas un matiz
de color no es muy relevante. Me fui feliz de la consulta.
Hoy sentí tristeza, supe de alguien con cáncer,
siempre me afecta. Sé que se sale, pero la contundencia del tratamiento me
infunde respeto y acojona a cualquiera, porque los efectos secundarios
son brutales, no hay que engañar a nadie.
Me alegró saber de su valentía y sentir que vivir es
vivir. Será un placer emborracharnos en cuanto supere este trance.
Lo que dejo atrás es mucho y no lo cambio. El cáncer
me ha hecho crecer, sentir y expresar todo lo que soy.
Leo con cierto reparo que muchas personas quieren
tener la vida que tenían, yo no.
Durante este tiempo todo se ha ido recolocando,
poniendo en su sitio, quien tenía que estar acompañándome ha estado y quien no,
ha salido de mi vida.
El cáncer lo ha quemado todo, desde trabajo, familia,
amigos, mi misma, todo ha renacido, con nuevo tono, nuevo color, nueva
textura. Me siento mejor en este renacimiento.
Sigo enamorada de la vida, me caso con ella, es un
compromiso diario, en cada gesto, en cada paso, en cada palabra. Soy consciente
del destierro total de las distancias emocionales con todo lo que me envuelve,
amo esa locura de sentir, aunque a veces me tiemble el ánimo hasta llorar a
mares.
La semana que viene, nuevo análisis de sangre para mi
visita a mi doctora oncóloga y finalizo con todo el preoperatorio. Una semanita
movida.
Mi hija está nerviosa, con cada anestesia llega la
incertidumbre del despertar. Confiamos en despertar todos los días, esa
confianza nos emborracha, nos hace entrar en un coma etílico en donde sólo cabe
la apariencia de vivir.
Para vivir no hay que temer, ni pensar, sólo sentir
que todo late en la intensidad, que todo se expresa en la intensidad y la
tibieza es un engaño en donde hacer esclavos a los hombres.
Vivir lo que uno es, sentir lo que uno es, es
conquistarse y ser libre de todo lo que nos condiciona. Salir de la prisión
hecha desde que nacemos no es fácil, pero es la única condición posible para
conquistar la libertad de ser uno mismo.
Las palabras, los pasos, la transformación es fuego,
tierra, aire, agua en su dimensión más absoluta, descafeinar la vida es un
suicidio lento, sinuoso, doloroso y al umbral de la muerte asoma la nada
vivida. Con la muerte me he tomado unas cañas, la miré y se fue con aspavientos
por el todo vivido, de junio del año pasado hasta ahora ha llovido mucho, el
todo vivido.
Huele a incienso y mi gato muy gato duerme plácidamente
después de un gran banquete.
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