26 de abril de 2017

El sol y la montaña tapados por nubarrones grises, ambos camuflados, a saber qué harán a escondidas.

La primavera puede ser un eufemismo, pero estos días han sido una excepción, he vaciado mis bolsillos de tristezas, me he quitado el collar de las certezas y he viajado libre.

Mi sensación es que todo va muy rápido, también soy consciente de que estoy tomando decisiones drásticas;  el movimiento se demuestra andando y en ello estoy.

Un día escribí esto:

“No es fácil andar, cuando uno traiciona sus palabras, porque las palabras viven, están hechas del fuego mismo de la creación, las palabras nos construyen y destruyen al mismo tiempo. Es fácil violar nuestra esencia, cuando las palabras se vacían, se escancian en la alcantarilla de escombros de la vida”

Solo puedo tatuar en la piel del destino dando pasos, dejando la huella en el camino. La claridad ahora es total. Demasiado tiempo rumiando qué dirección tomar, llamando a puertas que nunca se abren y yo sin entrar en la puerta que ya está abierta para mí. Todo ha sido cuestión de reconocer que tengo miedo y ese miedo ha impedido que yo cruzara antes esa puerta abierta.

El campo resplandece verde, a pesar de las nubes, y crecen furtivas las amapolas rojas. El aire, ese peine que desenreda los nudos del alma,  ha cesado.

Soy consciente de que una vez cruce esta puerta,  ya no habrá vuelta atrás.

Este fin de semana celebré el día de Sant Jordi en familia, cociné fideos a la cazuela, todos se relamieron. Mi madre me miró y reconoció que, por fin,  me había reconciliado con la cocina. Después de siete años, va siendo hora.

Mi madre trajo torrijas que me devolvieron al país donde la memoria guarda los recuerdos con fragancias y sabores, el olor a canela, el aceite de oliva del pueblo y los ojos de satisfacción de mi madre, esos ojos cautivadores que decían “esto lo he hecho desde el corazón y con todo el amor del mundo”, ese amor de madre que lejos de diluirse con los años, se ha hecho más intenso y lleno de complicidades.

Mi padre iba comiendo en silencio, luego, en la sobremesa, sus gestos y la palabra justa estuvieron para nosotros. Disfrutamos de sus recuerdos, cuando en aguas calmadas de la transición  mi padre me llevaba a las manifestaciones en el corazón de Barcelona, allí me unía con otros niños, hijos de afiliados a CCOO o al PSUC, gozando de los aires de una recién estrenada democracia. Unos tiempos intensos y llenos de sacrificios.

Es la lealtad de mi padre a sus principios lo que me impulsa a ser leal a mí misma, leal y coherente.

Tomamos café y  whisky, agua de vida.

El amor lleno de franqueza, simple y cotidiano, corroe todo mal pensamiento y preocupación  y  nos regala esa dosis de dinamita que la vida necesita para ser vivida.

He terminado de releer Jane Eyre de Charlotte Brontë, de la editorial Alba Minus. La traducción de Carmen Martín Gaite me parece magnífica. Las relecturas me regalan esas sutilezas que se me antojan nuevas. Volver al origen no es retroceder.


Mi gato muy gato duerme, las mañanas son para dormir y las noches son  para  jugar. Yo, tan humana, solo puedo aceptar sus tiempos.

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