La cortina tiñe de azul la luz de la claraboya, el ambiente azulado de la buhardilla es extraño, quizás porque es nuevo.
Estos días han sido ya para irme recuperando, familia, amigos y sobretodo el mar que como quien no dice la cosa se lleva mi malestar muscular, haciéndome florecer.
Con la comida ya no hay problema, quizás esto haya servido para que mi estómago redujera las raciones en exceso copiosas.
El sol aturde mi alma con su luz, quizás en mi corazón late cierta dosis de melancolía.
El fin de semana pasado estuve con una amiga, lo pasamos genial, charlamos hasta bien entrada la madrugada, reímos, contemplamos la vida a través de nuestros surcos, los surcos de haber vivido.
Ahora más que nunca siento que a cada paso la huella anterior desparece, en el eterno presente cada huella se tatúa en la planta de los pies y en el alma quedan los surcos de lo pisado desde la más absoluta coherencia.
Me libero de un pasado lleno de cadenas, de miedos, de renuncias, para un presente construido desde la esencia de todo aquello que palpita en mis entrañas.
Disfruto como nunca de las ensaladas, estoy empezando a apreciar de nuevo los sabores.
Tengo muchas preguntas, pero sólo existe un destino mi propia esencia.
En cada gesto, en cada lágrima golpean las emociones de un tiempo que parece que nunca termine y que nunca acabe. Uno no sabe ni cuando empieza ni cuando acaba, ponemos límites a vivir, la vida late en un gesto que ni empieza que ni acaba, sólo puede sentirse.
La vida nos desarma, nos enfrenta a la incertidumbre en donde la única certeza es el tiempo presente y tener nos hace víctimas de nosotros mismos, sólo cabe vivir desarmados por los sentimientos que la mente quiere amputar.
Un gazpacho me ha refrescado. Hace realmente calor.
La estancia en el hospital fue dura, pero la vida es mucho más que eso.
Huele a vainilla.
La gata muy gata disfruta del ambiente azulado de la buhardilla, me mira desafiante se quiere meter dentro de mi cama, pero resignada ha renunciado, duerme a mis pies.
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