Han sido ya tres sesiones de radioterapia de las 38 que tocan.
La normalidad que llegó a sonreírme y la creí, pero cierto es que he de seguir ausentándome.
Buscamos aspectos normales, normalidad, rutinas, al fin y al cabo son referencias que falsean el lenguaje de la vida, creativo, espontáneo e inusual. Lo sabemos pero nos escondemos de ello.
Treinta y ocho sesiones de radioterapia de lunes a viernes, son unas cuantas semanas. No quiero pensar en aritmética, son casi dos meses de tratamiento, se acabó ya mi verano, veré las hojas languidecer y desprenderse de las ramas de los árboles. El otoño verá con sus propios ojos cómo termina mi tratamiento.
Igualmente y a pesar de lo que dicen los médicos mi alma necesita ir a la playa, sentir la arena y algún que otro guijarro clavándose en mis pies, ver, escuchar y oler el mar, cómo se mecen las olas, ellas mecen mi alma.
Me está sentando bien ir adelgazando, pero veo el estado de mis venas, las cicatrices que permanecen, porque la vida permanece en ellas. La vida me sigue atrapando y sorprendiendo sin más.
Mi mente es tentadora, todo lo controla, todo lo pregunta, pretende anestesiar a un corazón, que vive, palpita, se expresa tal cual. Mis huellas llevan la impronta de un corazón salvaje dispuesto a todo, incluso a mí misma.
Las llaves del destino están en nosotros mismos, somos hacedores de nuestros sinos, es la mejor noticia pero es la peor para aquellos que prefieren los destinos dictados a fuego, inamovibles, excusa perfecta para no hacernos responsables. La lista de atenuantes es larga.
Por las noches ha empezado a refrescar, se agradece, porque el calor de la buhardilla puede hacerse sofocante.
La luna en cuarto creciente.
Ya estamos todos de regreso de nuestras vacaciones, mi mente huele a sibul y mi corazón sigue atrapado en Cancún.
Con el tratamiento de radioterapia puedo conducir, me gusta.
Huele a incienso.
La gata muy gata duerme con mi hermana, la ha echado mucho de menos.
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